La figura de Gad aparece en los relatos davídicos como un profeta “de palacio”, pero nunca subordinado al rey. En 1 Samuel 22:5 lo encontramos por primera vez aconsejando a David, que aún vive como fugitivo, que no permanezca en la fortaleza, sino que vuelva a la tierra de Judá. Este gesto inicial muestra una constante: Gad no se limita a legitimar decisiones, sino que las corrige y reorienta según la voluntad de Yahvé. En este sentido, actúa como contrapunto a la tentación del poder de refugiarse en la seguridad militar y política: la verdadera seguridad proviene de habitar en la tierra bajo la promesa divina.
Su papel más decisivo ocurre en 2 Samuel 24, cuando David, llevado por el orgullo y la desconfianza, ordena el censo militar de Israel. El gesto, que parece meramente administrativo, es leído en clave teológica como un acto de autosuficiencia: contar al pueblo equivale a convertirlo en recurso del rey, en lugar de reconocerlo como pueblo de Dios. La respuesta divina es inmediata: una peste se abate sobre Israel. Allí entra Gad, que se convierte en mediador de juicio y de gracia. Su mensaje a David no suaviza la culpa, sino que la confronta: tres opciones de castigo se le ofrecen al rey, recordándole que sus decisiones tienen consecuencias sociales. El pecado del soberano repercute en la vida de los súbditos.